EL ARBOL SANTO DE LA VIDA
14 de septiembre
Nada hay mayor que la Cruz de
Cristo
La cruz es
la luz. Es la gloria. La cruz es resurrección. Es Jesús de Nazaret. Como
escribiera el poeta, nada se ha inventado ni más grande ni más importante que
la cruz. Nada salva como la cruz. Nada purifica como la cruz. Nada ilumina como
la cruz. Nada sana y limpia como la cruz. Nada acoge y abraza como la cruz.
Nada perdona como la cruz. Nada ama como la cruz.
Ecclesia
LA SANTA CRUZ Y LA EUCARISTÍA
El 14 de septiembre celebramos la fiesta litúrgica de la
Exaltación de la Santa Cruz. La Eucaristía, nos invita a meditar en el profundo
e indisoluble vínculo que une la celebración eucarística y el misterio de la
cruz. En efecto, toda santa misa actualiza el sacrificio redentor de Cristo. Al
Gólgota y a la «hora» de la muerte en la cruz-escribió el amado Juan Pablo II
en la encíclica Ecclesia de Eucharistia- «vuelve espiritualmente todo
presbítero que celebra la santa misa, junto con la comunidad cristiana que
participa en ella» (n. 4).
Por tanto, la Eucaristía es el memorial de todo el misterio
pascual: pasión, muerte, descenso a los infiernos, resurrección y ascensión al
cielo, y la cruz es la conmovedora manifestación del acto de amor infinito con
el que el Hijo de Dios salvó al hombre y al mundo del pecado y de la muerte.
Por eso, la señal de la cruz es el gesto fundamental de nuestra oración, de la
oración del cristiano. Hacer la señal de la cruz -como haremos ahora con la
bendición- es pronunciar un sí visible y público a Aquel que murió por nosotros
y resucitó, al Dios que en la humildad y debilidad de su amor es el
Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del mundo.
Después de la consagración, la asamblea de los fieles,
consciente de estar en la presencia real de Cristo crucificado y resucitado,
aclama: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor
Jesús!». Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con los
signos de su pasión y, como Tomás, llena de asombro, puede repetir: «¡Señor mío
y Dios mío!» (Jn. 20,28). La Eucaristía es misterio de muerte y de gloria como
la cruz, que no es un accidente, sino el paso a través del cual Cristo entró en
su gloria (cf. Lc 24,26) y reconcilió a la humanidad entera, derrotando toda
enemistad. Por eso, la liturgia nos invita a orar con confianza y esperanza: Mane
nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor, que con tu santa cruz
redimiste al mundo!
María, presente en el Calvario junto a la cruz, está
también presente, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de
nuestras celebraciones eucarísticas (cf.Ecclesia de Eucharistia, 57).
Por eso, nadie mejor que ella puede enseñarnos a comprender y vivir con fe y
amor la santa misa, uniéndonos al sacrificio redentor de Cristo. Cuando
recibimos la sagrada comunión también nosotros, como María y unidos a ella,
abrazamos el madero que Jesús con su amor transformó en instrumento de
salvación, y pronunciamos nuestro«amén», nuestro «sí» al Amor crucificado y
resucitado.
Benedicto XVI
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